políticos de renombre apoyando el gobierno mundial para luchar contra la crisis energética: viene el fascismo


Recientemente la Agencia Internacional de la Energía publicó su informe anual—World Energy Outlook, el informe energético de referencia mundial—el cual confirmó que no vamos por el buen camino para reducir el calentamiento global. Con la actual tendencia de producción de energía, la temperatura media de la tierra en 2100 superará en más de 2ºC la de 1990, por lo que se dañará irreversiblemente el planeta, empeorando las condiciones de vida de la humanidad.

Es preocupante como la crisis—tan larga y virulenta—está absorbiendo casi toda la atención del mundo, detrayéndola de los retos energéticos que seguimos teniendo ante nosotros. Sorprende la ausencia de iniciativas medioambientales: en EEUU, a nivel federal, es un debate inexistente desde hace tiempo; la UE se encuentra en el epicentro de un huracán financiero; y los emergentes siguen tenaces en su crecimiento económico para sacar a millones de personas de la pobreza. En este contexto, la próxima cita de la Convención sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (UNFCCC) prevista para finales de noviembre en Durban (Sudáfrica) está pasando absolutamente inadvertida.

Pero la energía es fundamental para la humanidad no solo por sus potenciales externalidades negativas, sino también por su relevancia económica: los países occidentales gastamos entre un 8 y 12% del PIB en energía—los países en vías de desarrollo el doble o el triple—. Por ello, es necesario un sistema que gobierne la energía.

Principalmente debido a sus externalidades medioambientales negativas, el mercado desregulado no es un mecanismo de gobernanza útil, ya que es incapaz de interiorizar los costes medioambientales. Se calcula que las fuentes más contaminantes (carbón, petróleo...) deberían soportar una tasa del 70% para reflejar sus externalidades negativas. El mercado libre tampoco funciona debido a la falta de información consustancial a este sector, pues la información es técnicamente difícil de obtener—p.ej. las propiedades de una reserva de gas—. Además, los estados consideran los recursos naturales como estratégicos y no facilitan información. Y los marcos temporales relacionados con la energía suelen ser largos—como son los efectos medioambientales (siglos) o la amortización de las inversiones (decenios)—. Por lo tanto, toca gobernar la energía vía la cooperación y la regulación, aunque ello sea sumamente complejo. Veamos porqué.

Gobernar la energía requiere considerar diversas dimensiones a la vez: la técnica, la política (y los fuertes grupos de interés) y la económica. La dimensión técnica de la energía engloba a muchas disciplinas y tecnologías distintas—eólica, fotovoltaica, nuclear, carbón—, por lo que el conocimiento está fragmentado en distintos silos epistémicos. Algo parecido existe en lo político, donde los sectores industriales y económicos están organizados pero divididos. Por si la conjunción de estas dimensiones no fuera suficiente complicación, existe una dificultad adicional: su dimensión internacional.

El sector energético ejemplifica las inadecuadas instituciones que tenemos para gobernar el mundo. Los estados son nacionales, las externalidades energéticas globales. Una fuga radioactiva, la ruptura de un pozo de petróleo en alta mar y, sobre todo, las emisiones de CO2 no se ciernen a un solo estado. En cambio, los beneficios de la energía si se pueden circunscribir a un agente concreto, ya sea como consumidor, productor o vendedor. Esta asimetría crea un claro incentivo al “freerider”: me beneficio yo y pagamos todos.

Además, la gobernanza global se hace necesaria porque la demanda y oferta de energía está desacoplada a nivel mundial. Muy pocos países tienen una balanza energética neutral. El caso del petróleo (la principal fuente de energía del mundo) es indicativo en este sentido: Medio Oriente tiene un superávit comercial de petróleo del 266% y EEUU un déficit del 65%. Este desajuste geográfico requiere de un sistema de intercambio ordenado, de reglas de juego claras, un mercado bien regulado. En cambio, a día de hoy, en el mundo proliferan los acuerdos bilaterales opacos, existen requisitos medioambientales muy dispares, y conviven subvenciones contradictorias.

Las instituciones globales dedicadas a la energía de las que disponemos actualmente son insatisfactorias. La Agencia Internacional de la Energía solo incorpora a países OCDE, por lo que no incluye al mayor consumidor energético del mundo—China—. El Energy Charter Treaty, un tratado intergubernamental que obliga a los firmantes a aplicar reglas de mercado imparciales a los productos y servicios energéticos, no está firmado por EE.UU. (el segundo consumidor energético del mundo) ni ratificado por Rusia (el primer productor de petróleo del mundo). Los acuerdos comerciales auspiciados por la Organización Mundial del Comercio aplican muy tangencialmente a la energía, que al considerarse en muchos casos un recurso natural agotable, queda exento de las normas.

¿Pero cómo es posible que ninguna de las instituciones mencionadas haya sido capaz de convertirse en un mecanismo efectivo de gobernanza energética? Fundamentalmente, porque los países no-occidentales—ese grupo variopinto que incluye, entre otros, a grandes consumidores (China, India…) y productores (Oriente Medio, Rusia…)—desconfían de este sistema institucional creado principalmente por Occidente. Los países emergentes y grandes consumidores consideran, y con razón, que Occidente es responsable del problema actual del cambio climático. El desarrollo de Occidente, desde la revolución industrial hasta hace muy poco, ha estado libre de cualquier restricción medioambiental. Ellos creen que no deben cargar con los costes del cambio climático. En cambio, los países productores se oponen a ceder una de las pocas bases de poder que poseen.

La solución debe pasar por una negociación en una institución distinta a las mencionadas. Quizá, inicialmente, sería conveniente negociar entre los grandes emisores del mundo—el propio G20 o algo parecido a un G20 energético—. Posteriormente, se podría abrir la negociación a todos los estados—por ejemplo, situándola en la Convención sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (UNFCCC)—. El foco de las negociaciones tiene que ser amplio y contener limitaciones a las emisiones y apoyo financiero y tecnológico para invertir en tecnologías menos dañinas con el medio ambiente. Las limitaciones a las emisiones hacen recaer desmesuradamente los costes sobre los países exportadores de petróleo y los países emergentes consumidores (con tecnología menos sofisticada). En Durban, todos los países—desarrollados, emergentes, con y sin recursos naturales—debemos sumar para que el cese de la crisis no nos coja distraídos.


Javier Solana





1 comentario:

  1. Que interesante. Lamentablemente no nos ponemos de acuerdo en esto por las buenas, ni de coña.

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